Qué vida tan envidiable la de las vacas. En el olvido del campo pasan las horas aferradas a la hierba recién nacida, al cielo que les camina por encima. Las envidio tanto. Al borde del verde, en cuatro patas bien fijas al suelo, olvidan que afuera el hombre se traga al hombre, que el tiempo acecha a los cuerdos. Rechonchas, con la mirada evaporada, pasan sus días esperando ponerse de buen humor para dar leche. Vuelven su marcha a casa cuando se aprietan las horas, incienso del día. En la granja el hombre entonces las mira, sonríe como si fuera su hija la que regresa, las apapacha, y de vuelta a la soledad impuesta por los valles. En grupos, a paso lento, recorren las parcelas de luz, los principios invisibles de la vida. Tal vez si fuera vaca, pero sólo tal vez, entendería que comerme las horas no hace daño, que caminar sirve para olvidarse de que uno es hombre, que a los sueños hay que volverlos leche, y esperar sonrisas.
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