Solitario no forzado Luis Valentino Ramírez Cortés


Con los audífonos puestos y la vista siempre hacia el frente, así iba él. Se le veía yendo de un lado a otro, como alma en búsqueda, como quien no encuentra su lugar. Yo lo veía varias veces, porque a menudo coincidíamos en su lugar favorito: la biblioteca. En eso podíamos coincidir, tal vez por eso nunca me fue indiferente. Yo lo observaba de forma discreta tras mi libro.
Cierto día lo vi bailando; otro día lo vi riendo; un día lo vi llorando. Siempre manifestaba algún sentimiento, pero siempre estaba solo. Podía yo creer que era un loco, o como otros lo llamaban, “el autista”, pero para mí él era diferente, especial. Un día lo encontré bailando sobre el césped, riendo, saltando, abría los brazos y se dejaba caer libremente. Una sonrisa se me escapaba al ver esta imagen. Pocas veces había visto a una persona estar tan feliz consigo misma. A pesar de esto, él siempre estaba solo.
Yo me preguntaba continuamente ¿qué es lo que piensa, qué es lo que escucha? No lo podía resolver. ¿Por qué caminas siempre viendo al frente?, ¿por qué a veces ríes y a veces lloras?, ¿por qué nunca te haces acompañar de alguien?, ¿realmente eres libre?
Comencé a seguirlo, con la intención de empatarme con él. Mis esfuerzos eran fallidos, pero seguí intentando. Conforme el tiempo pasaba me daba cuenta de que el sujeto no era un solitario forzado. Comenzó a aparecer ante mí gente que compartía gustos con él, gente con el afán de comunicarse con él. Aparecieron amigos, compañeros, admiradores. Pero él seguía su camino, solo y con los audífonos puestos.
Él gustaba de ir así, continuamente pensante, continuamente observante. Fue entonces que creí comprenderlo. Tal vez por eso llevaba la cabeza en alto, con la vista hacia el frente.
Un día la “fortuna”, creo, me sonrió. Iba yo caminado y reflexionando por el pasillo central de mi escuela, rodeado de árboles y de aulas, cuando frente a mí alguien tropezó. Casi instintivamente me hinqué para ayudarle. Tomé los libros, entre ellos algunos de arte, volteé mi rostro lentamente y noté que él estaba ahí. Sus audífonos habían caído al igual que sus libros. Yo simplemente sonreí. Él me respondió con un amable: “Hola, amigo. Te conozco desde hace tiempo”. En ese momento comprendí. Él simplemente gustaba de observar y concluir. Y yo, como otros tantos, gustaba de criticar y sospechar.
Ahora es mi amigo. Y él, sigue caminando solo.
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De decir no a decir sí Santiago Villalobos


Mucha gente me dice que me quejo mucho y con nada me contento. Yo no sé si eso sea cierto, pero sí sé que quejarse es uno de los mayores placeres del ser humano. Es importante, empero, que cuando uno se queja debe saber cómo hacerlo para que no parezca como que uno odia a todo el mundo y que es el único ser que entiende cómo funcionan las cosas, lo que implica transmitir un aire de superioridad sobre los demás.
Primero habría que aclarar que quejarse de algo implica identificar algún problema, por más minúsculo que sea. Podemos en este caso quejarnos haciendo uso de numerosos adjetivos calificativos o criticar pensando en el porqué de nuestra molestia. Yo en lo particular prefiero inclinarme hacia ésta última, además de que implica un trabajo intelectual mayor al de emitir un simple quejido, es menos molesto para los demás, porque precisa de herramientas para convencer e invitar a los que rodean a uno a quejarse y compartir de este sentimiento de liberación.
Pero la forma en que particularmente me gusta quejarme más es cuando pienso en qué necesitaría para no quejarme de eso, y aún más, qué situación o circunstancia provocaría que, en lugar de quejarme, sintiera agradecimiento o satisfacción. En este caso a veces uno llega a la conclusión de que haría falta mucho, lo que da aún más coraje y hace que uno se queje con más fuerza.
Este tipo de reflexiones quejumbrosas llevan a otro tipo de reacciones. Por ejemplo, en vez de simplemente quejarse por el aumento a los impuestos, nos podemos quejar, con la misma o más enjundia, sobre por qué no se le subieron los impuestos a aquellos ricos que pueden pagar mucho más, o porque no se tomaron cartas en el asunto sobre la regulación del comercio informal, o mil y una cosas que pudieron haber sido mejor. De esta forma pasamos de exigir el “no al aumento de impuestos” al “sí a que paguen más impuestos los que no pagan”.
Otro ejemplo: podría quejarme del Macrobús. Pero quejarme así, sólo del Macrobús, sería como pensar que el problema por el que me quejo, que en el fondo sería la movilidad, únicamente radica ahí. Podría quejarme entonces, ya no sólo del Macrobús sino de todos los camiones de la Alianza de Transportistas (que son un insulto para la población, vaya en coche, bici a pie o sobre estos enormes vehículos), de que no haya banquetas caminables, de que peligra mi vida si me voy por López Mateos o por Periférico en bici. En fin, la queja final ya no sería “no al Macrobús” sino una exigencia básica: “queremos poder movernos”.
A todos los quejumbrosos los invito a que se quejen con la misma frecuencia de siempre, pero pensando en esto, no sólo en el “no a tal cosa” sino en el “sí a esta otra”. A fin de cuentas, quejarse es un derecho fundamental garantizado por las leyes, se haya votado o no.
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